Testimonio: Cuando asumí que estaba perdiendo la audición

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Desde muy niño supe que mi madre tenía una condición especial que le obligaba a usar audífono y a pedir que le hablaran claro y le repitieran, si era necesario. En nuestra infancia, mis hermanos y yo, nos acostumbramos a hablarle exagerando los movimientos de la boca y abriéndola como si fuéramos a tomar un bocado de sopa. Mi madre había ido perdido la audición desde muy niña, mientras estaba en el colegio, así que cuenta que siempre se sentaba adelante para perderse lo menos posible. Con los años, había aprendido a leer los labios con gran destreza, siempre que la persona no se tapara la boca ni le hablara de espaldas.

Yo había cumplido los diez años cuando detecté que estaba escuchando un poquito menos que antes, sin que fuera algo muy evidente. Se lo conté a mi madre y me llevó al otorrino que la atendía. Después de hacerme unas pruebas, el doctor recomendó unas pastillas que tomé por, aproximadamente, una semana; pero hasta ahora no entiendo qué beneficio me debía reportar eso.

Hacia el final de mi niñez y el inicio de mi adolescencia, hubo un avance muy gradual de mi sordera; aunque con los años, se hacía cada vez más evidente, me alcanzaba para sobrellevar mi vida púber sin mayores contratiempos. No recuerdo haber tenido problemas en la escuela que se asociaran con problemas de audición. Lo que sí recuerdo en esa época, es haber pensado más de una vez: “Con algo de suerte, quizás esto pare aquí y ya no avance más.” Aunque tenía el antecedente de mi madre, de mi abuela y de algunos de mis tíos, hermanos de mi madre, que también con los años, empezaron a experimentar descenso en su audición; así que quizás yo mucho no podría hacer frente a la bola de nieve que iba creciendo en mi interior. Desde niño, recuerdo que mi madre mencionó que un doctor otorrino, hacía años, le había diagnosticado Otosclerosis; así que pensé que, por lo menos la sordera hereditaria que nos aquejaba, tenía nombre, o… eso pensamos durante varios años.

El descenso de mi audición avanzó inexorable con mis años de juventud. Ya tenía que pedir que me repitieran lo dicho, aumentar el volumen de la TV o no escuchar con claridad los sonidos de la naturaleza. Aquellos años, la pérdida fue tan gradual que me fue difícil determinar cuál era el nivel de mi hipoacusia.

Al cumplir los 30 años y como si el destino se empecinara en marcar el inicio de este nuevo siglo, sentí un fuerte aumento en la pérdida de audición. Ya me era más complicado mantener conversaciones, escuchar claramente los sonidos de la calle, el bramido del mar, escuchar la radio o la TV, o detectar desde dónde venía un sonido. Recuerdo que ese año tuve que asumir que la pérdida estaba avanzando e hice conciencia real del problema. Fui al otorrino para que me examinara, me hiciera una audiometría, me diera un diagnóstico y qué soluciones tenía. El resultado: “Hipoacusia neurosensorial bilateral”. De ese modo, el cuento que siempre creímos en casa de que se trataba de otosclerosis, llegó a su fin. No me quedaba, sino usar audífono para paliar mi destino, ya que no había ninguna operación ni tratamiento para mi tipo de sordera. “Un nervio dañado no se puede curar” fue la categórica frase del doctor, que me quedó resonando por días.

Los años han pasado y mi sordera sigue aumentando, aunque no con la rapidez con la que se dio en mi treintena. Uso un solo audífono en el oído derecho, aunque según las últimas audiometrías – de hace años, debo reconocer – indican que ambos oídos tienen similar nivel de pérdida. Hasta hace algunos años, solo usaba el audífono para lo más importante: lo llevaba en su estuche y me lo ponía cuando ameritaba. Ahora no me imagino salir a la calle o hacer una gestión sin mi audífono, porque prácticamente no entendería nada. Sin audífono, es como estar en una ciénaga remota, donde todo se apaga o como si viera una película de cine mudo. Solo queda sobrellevar esta discapacidad con el mejor talante; quizás el destino divino lo permitió para mostrar otras cosas mejores.

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